sábado, 28 de agosto de 2010

Crujen los nudillos






Eran unas manos nudosas, arrugadas, llenas de surcos y callos, marcadas a fuego por el roce de todo lo que habían tocado. De vez en cuando se mostraban altaneras, recordaban los besos y caricias que les habían dado entre los dedos y se ruborizaban, les temblaban los nudillos y se cerraban sobre sí mismas, para que nadie viese como les brillaban las uñas.

Eran las manos de un cazador.

No de esos que se limitan a capar sus manos, degradándolas a un gancho y soporte con el que disparar un fusil o con el que esgrimir un cuchillo. No.

Aquel era un cazador distinto, él se dedicaba a seguir sonidos, pisadas de neumático sobre la acera; acechaba por los callejones persiguiendo el aroma del fracaso, o del amor, o del miedo, o de la muerte.

En la mirada se le intuía cierta determinación suicida; nunca daba una presa por perdida, todas tenían algo que ofrecerle, tal vez un susurro, una media verdad bien contada, un insulto a veces, otras una confesión.

Para eso usaba aquellas manos altivas y tímidas, esas manos que lucharon, que se alzaron en lo alto con un grito de justicia eran el arma de su expresión.

Aquel tipejo, de mirada sucia y gris cazaba vidas, las colgaba bocabajo y las dejaba secar; chorreaban tinta. Sus manos entonces iban y venían disparadas, perpetrando un baile que rozaba lo sexual. Encorajinadas se hundían en el vientre blando de aquel amante al que visitaban todas las noches.

Contra las teclas, a forma de yunque, los diez dedos de aquellas manos esculpían, en total sincronía daban forma y sentido al amasijo de acero al rojo que es el existir de los hombres. El cazador las miraba, orgulloso de sus pequeñas.

Luego se levantaba y con esas armas descorría los visillos de las ventanas, al acecho de nuevas vidas; vidas que saciaran a aquel cazador de hambre voraz, de sadismo elaborado, de pulso de cirujano y puntería de francotirador. Un trampero con alma de artista. Un escritor.




. La foto es de la misma muchacha que la de la entrada anterior. Sigo diciendo que me parece una artistaza increíble y que merece la pena perderse por entre sus fotos.
Nos vemos cuando acaben las recuperaciones. Un saludo de aquí el tahúr.

jueves, 26 de agosto de 2010

De hígados, cadenas y senderos.






Un “sal de ahí Lázaro” retumbó aquella tarde en ese sepulcro inmundo, el aroma a hastío se colaba por las rendijas de la piedra viva, moscardones y gusanos le rondaban y el pobre Lázaro no sabía dónde meterse. “Que me dejes en paz” quiso gritar. Pero le habían privado de voz y libertad.

“Levántate y camina” le ordenó aquel nazareno; Lázaro le miró con incredulidad, con la misma incredulidad con la que el gentío les observaba. Pero anduvo, echó a caminar sin mirar atrás, echándose a la espalda la pesada cruz de la inmortalidad dejó Betania y se perdió en dirección al desierto.

“Levántate y camina” una orden sencilla que se convirtió en su sino, pues Lázaro caminó, hasta que el pellejo de los pies se le convirtió en cuero. Hasta que sus ojos hartos de ver el mundo cambiar dejaron de esforzarse en mirar, pero Lázaro caminó aun más.

Hasta que un día no muy lejos de la misma Roma en cuyas catacumbas se contaba su historia fue a dar con los huesos en el suelo; un carro le pasó por encima, cosas que pasan… Y Lázaro se relamió, soltó un suspiró largo y se dejo morir.

“Levántate y camina” le ordeno un centurión, guardia civil de la época, ofreciéndole la mano mientras le comunicaba que las carreteras del imperio no estaban dispuestas para que la gente de su ralea hiciese el canelo, “si fuese usted el hijo de un cónsul, pues aun…”. Los ojos muertos de Lázaro miraban con un odio visceral al viejo soldado. Fue una mirada corta, duró hasta que los pies de Lázaro volvieron a ponerse en camino.

Y anduvo, y siguió andando; durante muchos años se dedico a vagar de punta a punta del imperio, llegó a las lejanas tierras de la India, donde un tigre de bengala le abrió en canal. Lázaro soltó un “hurra” para sus adentros, pero claro al estar huecos por culpa del susodicho tigre, el “hurra” resonó y resonó.

Un śhramana hindú, que orinaba en un árbol cercano le escuchó, acercándose a él con su paso lento y ceremonioso de sabio fue a apoyar su mano en el hombro del judío muerto. “Levanta y camina, joven” le pidió, con dulzura.

Y Lázaro, agarrándose las entrañas con la mano y empujándolas contra su vientre abierto, hizo caso al anciano, que de haber sabido arameo no le hubiera despedido con aquella complaciente sonrisa.

Los ojos del muerto vieron a los siglos solaparse, como se solapan los amores en los corazones de los hombres, sus pies le llevaban de un lado a otro, colocándole muchas veces en el ojo del huracán. Pereció bajo el acero de los hunos, y de los francos, y de los carolingios, y de los vikingos, y de los musulmanes y de los templarios. El hambre lo mató otras muchas veces, como el frio, la miseria o el cansancio.

Pero siempre se topaba con una mano amiga, con un desconocido que le recordaba cual era su destino, que le devolvía a aquel sendero que le tocaba andar, un sendero interminable.

O eso le parecía.

Un día, de esos que la historia ha visto y narrado tantas veces Lázaro se alejaba con su pasó seguro de una aldea turca. Las llamas la devoraban, los rusos, brindaban a la salud de Nicolás II, bailaban y bebían; los cuerpos calcinados de los otomanos sufrían las risas del ejército imperial, los rostros desencajados susurraban en silencio, envidiando al cadáver que huía de aquel escenario macabro.

“Dieciocho siglos sin probar una puñetera gota de vino” pensó Lázaro, subiendo con paso de mula torda la ladera del Cáucaso.

La montaña rasgaba el cielo y según iba ascendiendo Lázaro notaba caer la noche con más y más fuerza. En la cima, sin detenerse vio a un hombre encadenado.

Sus miradas se cruzaron, los dos agonizaban, sus almas estaban ya más que secas. Se sentían hermanados, Lázaro se tumbó a los pies de aquel gigante, de hombros anchos y gesto amable.

En un momento el pecho de Lázaro se desinfló, el titán dejo de luchar con sus cadenas, ambos murieron con complicidad mientras la noche arreciaba.
Lázaro se entregó a la nada. Se regodeo en el no existir, no tenía nada pero lo era todo, por fin libre.

Un grito le arrastró de vuelta, un “Levanta y camina” seguido de un “pide ayuda” hizo retumbar los cielos. Los dioses reían.

Lázaro abrió una vez más los ojos, escuchó un batir de alas.
Intentó golpear a aquella águila, desatar las ataduras de aquel hombre, pero sus propias cadenas tiraron de él.

Y aun hoy anda errante el pobre Lázaro, se sabe propiedad de un dios, que quiso escarmentarlo, él sabrá por qué.

Perdió hace tiempo el control de sus piernas, el color en los ojos, el peso de su alma, pero dos dedos en su mano derecha aun le obedecen, y él los cruza porque piensa que antes o después dará con la misma entrada del infierno. Y allí nadie tendrá la piedad, o los cojones de decirle una vez más “Levántate y camina”.






P.D.Vuelvo, pero no por mucho tiempo, que uno tiene exámenes; así que disfruten con lentitud de las andanzas de este pobre inmortal, que voy a estar un par de semanas sin poder actualizar.

La foto es de Julieta Pagano, http://www.flickr.com/photos/julietape/ tiene cosas preciosas.

martes, 3 de agosto de 2010

Al respetable:

Estoy de vacaciones, ni creo, ni pienso, ni amo. No estoy para nadie y si lo estuviera sería solo por motivos estrictamente lúdicos.

Paranoias al baño maría. Buen verano.