miércoles, 23 de febrero de 2011

Jamás le hagas cosquillas a un dragón dormido.





Qué por qué no existían los dragones.

Eso me preguntó aquel crío de ojos marrones, lagrimeaba y le colgaba el moquillo, el labio le bailaba y el miedo se le mezclaba con la rabia del que se siente engañado.

Yo no supe que decirle, supongo que un “el mundo es una mierda” me sonaba demasiado crudo y simplista, así que lo compliqué. Y le hablé de los dinosaurios, que eran algo así como dragones y de cómo un meteorito se los cargo sin contemplaciones.

El niño tenía los ojos muy abiertos, cómo si un pedrusco acabase de caer del cielo y me hubiera dejado hecho puré a sus pies.

Qué por qué cayó el meteorito, dijo, aun más trastocado que antes, temblaba y paseaba sus manitas de aquí a allá, buscando un sitio dónde no le estorbaran.

“Pues porque el mundo no es justo, y de vez en cuando la mierda te cae encima por arte de birlibirloque” tendría que haberle contestado, pero me sonó agresivo y preferí hablar a aquel chiquillo de los astros. De las órbitas elípticas y de la trayectoria de los cometas, de la vía láctea y de los agujeros negros. Le expliqué, que lo de los dinosaurios fue simplemente mala suerte, les aplastó un meteorito gigantesco, los que caen ahora son tan pequeños que ni los notamos, añadí intentando tranquilizarle.

Pero él no entendió nada, o entendió todo mejor que yo, clavó la mirada en el suelo y se echó a llorar; le eché la mano al pelo y le dije que no se preocupara, que había un montón de animales increíbles que si que existían, que antes o después vería en un zoo, o en el circo.

Él se sorbió los mocos y me miró con desprecio, como si fuese incapaz de entender lo que realmente importa, “¡No es eso!” me gritó, “Yo sabía la forma de un dragón y cuando lo veía podía irme corriendo pero no sé como es la mala suerte.”

Y entonces pensé en mentirle, en decirle que “no se preocupara por eso, que la mala suerte no existe, que se junta con los dragones y los dinosaurios, porque aquí, entre las personas que existimos de verdad no tiene nada que hacer.”. Y me sonó extrañamente tranquilizador, así que se lo solté, esperando que aquel parvulito encontrará una grieta a mi razonamiento y se me echará al cuello con vehemencia. Pero nada.

Se me quedó mirando pensativo, con el ceño fruncido y el moquillo aun colgando; asintió muy despacio y se fue tranquilizando. A mí me quemaban las entrañas. El se perdió entre los columpios y nunca más volvieron a preocuparle el ataque de los dragones, los meteoritos salidos de órbita o los reveses del destino.

A los veintitrés recién cumplidos aquel crío quebró, las tragaperras le chuparon hasta el ultimo céntimo y él se justificó, decía que diecisiete años atrás un pedazo de cabrón había decidido engañarle. No sé que hará ahora con su vida, cuentan por ahí que un dragón se lo comió, que desapareció de la noche a la mañana y su casa amaneció llena de escamas y hollín.

A la gente le encanta inventar, sobre todo si así consiguen hacerme perder credibilidad.



-.Foto del mismo tipo que la entrada anterior que como esta acaba de salir del tintero. Cuidado con los dragones y feliz primavera, que según el día de la marmota, este año se adelanta.

"Siempre que sueño las playas, las sueño solas, mi vida."





Nunca parecía asustado, ese era el único don que se atrevía a exhibir, el resto se los guardaba para sí, a sabiendas, celoso, de lo que vale la información. Era un hombre consciente, a pesar de lo ausente de su mirada, sabía más de lo que aparentaba y callaba más de lo que decía.

En el barrio le conocían por esa supuesta valentía de corcho-pan, por aquel orgullo arrabalero que le hacía partirse la camisa y sacar pecho ante la más mínima afrenta; los que le conocían de verdad, tal vez, a sabiendas de las cartas que llevaba escondidas en la manga se atrevían a tachar tanta barrabasada de farol. Yo sigo sin tenerlo claro. A veces prefiero pensar que pintaban bastos y él tenía as y tres.

Dicen que la única diferencia entre un cobarde y un valiente es que uno sabe a lo que se enfrenta y el otro tan sólo cree saberlo; eso dijo Bukowski, supongo que para justificarse, era un viejo acojonado. No como este muchacho.

Bebía, como el viejo cabrón de Hank, también para olvidar, para olvidar que esto duele, que las cargas pesan, que mañana tocará volver a empezar, el bebía, bebía hasta poder permitirse el lujo de llorar, de aflojar la máscara o de apretarla con saña.

A cualquier otro le hubieran pedido cuentas, un “echa el freno”, “esto te va a acabar jodiendo”; pero que le echabas en cara a él, que aparentemente nada tenía en este mundo; una vida difícil sin muchas expectativas, eso tenía el pobre cabrón, “las oportunidades se las tengo contadas, no me venga usted a sisar ninguna”, le susurraba la vida y el asentía con todo el cinismo del que disponía. Apuraba el cubata, mataba el cigarro y echaba a andar, cruzaba los dedos, y se conjuraba, esperaba que la vida se hubiera equivocado al contar.

Si Da Vinci hubiera captado esa sonrisa suya, resignada, desdibujada, como reflejada en un espejo de carnaval, el arte tendría un digno arquetipo de perfección humana, un hombre dolido, que no cree en aquel cuento chino del rendirse. Pero no, Leonardo tuvo que retratar a aquella furcia andrógina... de errores está la historia llena.

De errores subsanables y de errores que acaban mal; muy mal.

La última vez que le vi era de noche, de un salto salió de las tripas de aquel bar, me vio y decidió acercarseme, él andaba torcido, y que coño, yo también. Cruzamos un abrazo y cuatro palabras, me pidió fuego y no pude más que encogerme de hombros, se colocó el pitillo en la oreja, que daba igual que encontraría algún mechero que robar.

Hablamos de los planes de la noche, nuestros caminos se separan, dijo ladeando la cabeza, y yo asentí; esta noche habrá bulla, gruñó mirando al tendido y yo me lo quede mirando, le pregunte si la había o él la iba a ir a buscar.

Que mañana te cuento. Que cuides, no te arriesgues; le pedí.

Cuando la mano es buena no hay riesgo; me soltó mientras me tendía esa zarpa, grande, callosa, dura, cómo él. Le despedí y se fue calle abajo.

Andaba con paso flamenco, sin miedo en la mirada, tarareaba con la cabeza y con los dedos se aliñaba el cigarro que yo no le pude encender.



martes, 8 de febrero de 2011

"Toca una canción para mí."




Cuentan que se había pasado la vida huyendo, nunca nadie supo de que o de quien, tal vez de si mismo; cuando le conocí ya peinaba canas, el tiempo le había suavizado la barba y la expresión, y el fuego de sus ojos se había convertido en chispa de mechero. Pero él seguía huyendo.


Corría de aquí a allá y se lo tomaba con filosofía, regalaba sonrisas socarronas a la gente que se le cruzaba, con las manos en los bolsillos silbaba un intento de versión de Light my fire y clavaba la vista muy arriba, como intentando reflotarse de algún pozo profundo.


Las farolas iban regalándole sombras a su paso, pero él no tardaba en dejarlas atrás con ese trote frenético de corredor de fondo jubilado, de maniaco necesitado de acción, de perdedor en busca de una oportunidad. Tenía un aire bíblico, una voz profunda de esas que hace ecos en tus adentros; hablaba poco y no le hacia falta más, esa mirada suya convertía en buen entendedor a cualquiera.


Cruzaba la ciudad con ese taconeo nervioso de botín gastado, taladrando las baldosas de las aceras, de vez en cuando se giraba y miraba hacía atrás, con miedo, como si viera un árbol recién talado cayendo hacia él o como si los edificios se convirtiesen en olas a punto de romper.


Le vi de lejos, con ese traje viejo que hubiera sido elegante de ser algo más grande o de haber ceñido un cuerpo más pequeño. Recuerdo que pensé que no me miraba a mí, parecía abarcarlo todo con sus ojos grises, o a lo mejor yo parecía muy poca cosa reflejado en ellos. Sea como fuere cuando me agarró del hombro y tiró de mí calle abajo el corazón me dio un vuelco.


Resoplaba, los años, o las penurias, o la roña de los bolsillos le pesaba, aprovechaba su giro de cuello espasmódico para mirarme a los ojos y decirme con una caída nerviosa de párpados que todo estaba bien.


Y yo le creía, no me preguntes por qué; no sabía que decirle, como negarme a seguirle. Aquel tipo, aquel amigo desconocido de la infancia me resultaba convincente, así que me limitaba a asentir cada vez que se giraba a comprobar que el mundo aun no se había desmoronado.


Miraba a los ojos a todos y cada uno de los peatones que se cruzaba y parecía ver algo en sus pupilas, un motivo, un fin, un deseo sucio; ellos le apartaban la mirada y el se sonreía, se pasaba la lengua por los labios y retomaba con ímpetu el órgano frenético de Light my fire.


La calle se nos hacia corta, las caras de la gente se me hacían conocidas, como las tiendas y los sonidos de sirena, bocina, grito y frenazo que mecían mis oídos. Aquel hombre parecía estar escuchando otra melodía en su cabeza, ahora con las años y la experiencia me creo capaz de afirmar que lo que le taladraba el tímpano a mi colega aquella noche de invierno era ni más ni menos que los ecos de Hush, de los Deep Purple; aunque puede que me equivoque, que simplemente fuese un “no” lanzado con amargura y que empecinado se resistía a salírsele de la oreja.


A saber.


Lo importante no es eso, lo importante es que cruzamos la ciudad, arrastrándonos sobre ese mar de luces inmutables de farola y de focos danzarines de coche, andamos y andamos hasta llegar a ninguna parte. Entonces él se paró, su pie redoblaba, como poco acostumbrado a esa calma chica, a esa situación tensa de “¿Qué nos has llevado a aquí?”.



Él no me dijo su nombre, yo no sé lo pregunté; se hurgó durante unos instantes los bolsillos y al rato extendió una de sus manos, parecía hecha en cuero, un cuero viejo, mojado y secado mil veces al sol, me tendió un paquete de cerillas y una armónica oxidada, “para que no te quedes a oscuras, ni pierdas el ritmo” me explicó con una sonrisa desahogada.


Yo me lo quede mirando y él con reverencia se quito el sombrero, aquel sombrero negro, desgastado y manchado de días fríos y noches de alcohol. Lo dejó caer hacia mi cabeza y yo ahí plantado, me deje hacer, como recibiendo un bautismo de 80% polyester y 20% algodón.


Me dio la espalda y yo le llamé con un “¿A dónde vas?”, “A algún bar” me respondió, antes de añadir “Ahora la llevas tú.”. Se perdió calle arriba. Yo le observaba alejarse en silencio, intentando entender lo que acababa de pasar. Un escalofrío me siseó en la nuca, me subí las solapas y eché a andar buscando una explicación. Silbaba Light my fire y el viento cruzaba embravado la vieja Desolation Row.



-.Pues eso, foto de Sergio Formoso, http://www.flickr.com/photos/sergiopixel/ ; el texto pretende ser un recordatorio explícito de que escribo lo que (y como) me da la gana, cuando me apetece y porque quiero. Libertad de redacción, libertad de expresión, inútil libertad. Feliz 8 de febrero a todo el mundo.