miércoles, 7 de septiembre de 2011

Dentro del sueño o fuera de mi alma.




No reconozco el suspiro de los toros, el olor de la higuera, no recuerdo el color del pasillo de mi casa, la luz que entra en mi cuarto en primavera. A veces olvido rostros, nombres, ideas.


Y miro por la ventana y pienso que el cielo necesitaría un alféizar.


Veo la calle e intento recordar. ¿Cuál fue la primera canción que canté? ¿Cómo se llamaba mi primer amigo? ¿De que color eran sus ojos?


Me pregunto tantas cosas y sólo encuentro dudas. Puertas cerradas, fotos saturadas en tonos naranjas y sueños que se repiten. Sueños de gloria, de abandono; aventuras con la realidad como única red.


Ocurre que me despierto, tarareo y salgo a la calle, y nada cambia; el mismo autobús, las mismas aulas, las mismas tiendas salpicadas de transeúntes carentes del mismo rostro.


Y entonces yo acabo por dudar si realmente viví días de gloria, si no me habré inventado mis aventuras, o habré imaginado las anécdotas que a veces me da por contar. ¿Y que más da que lo haya soñado?


¿Acaso eso hace menos estrepitosos mis fracasos? ¿Menos tristes los rechazos? ¿Más valientes los actos de cobardía?


Estoy harto de la normalidad y todo lo que le concierne, quiero olvidarme de las aceras y hablar con los monstruos que me persiguen.


Esos mismos que me gritan que el mundo es del Diablo y en tus ojos vive Dios. Esos que hablan con voces cargadas de magia, y escriben en telas vírgenes con plumas que chorrean sangre. Ellos, que pretenden que mis teclas disparen balas y los minuteros de mi reloj cambien el mundo.


No recuerdo ya nada, no entiendo ni lo más elemental, miro atrás y veo cables atados y al fondo una mano que los esgrime. Una mano que no alcanzo a reconocer.


Los monstruos ríen. Dicen que es mi propia mano, la que algún día alguien me cortará por robar una barra de pan. Yo me encojo de hombros y echo a andar hacia delante.


El amanecer, el día, la noche, Navidad, páginas en el suelo, los años, un trabajo, el amor y de postre chocolate caliente, un coche, aquella televisión grande que te cagas, canciones con la voz rota, libros, sueños, un hijo, otro, un perro, la jubilación, un viaje que me quedaba por hacer y el mundo muere entre mis manos, y me voy con una sonrisa.


Sé que me despierto. Noto el peso de mis pasos, el sudor en mi espalda, el cordón desatado de mi zapato y las ganas de echarme a volar. Pero la inspiración me aparta los labios justo cuanto separo los pies del suelo.


Y yo rujo por dentro, me cago en las cosas bonitas, esas que quiero crear, o destrozar, o besar en la frente. Estoy caminando, porque no me queda otra, porque no le encuentro, ni a la inspiración, ni a Dios, ni a mis respuestas la boca.


Yo camino. Y mientras, la vida pasa y me arrastra; ella sabrá a donde. Yo lo único que tengo claro, es lo que dejo atrás.



P.S Mucha suerte con los sueños, es lo que más justamente nos ganamos en la vida, el más dulce premio o el castigo más puñetero. A mí me encantan mis sueños, Laura Marling y los juegos de azar. Salud.


martes, 6 de septiembre de 2011

Héroes.





Hubo un tiempo en el que quería ser un superhéroe, quería bajar de los cielos con los pies por delante y entre palmas y vítores hacer frente a algún villano simplón. Soñaba con mi traje multicolor, y me retrataba a mí mismo en el borde de los cuadernos, entrando en casas en llamas, haciendo frente a alguna invasión alienigena...


Algo en el negocio me debió echar para atrás.


Tal vez fueron las mallas, o lo de trabajar sin contrato. Puede que me creyera aquella máxima de líder guerrillero, esa coletilla empecinada que se repetía en la tinta movida de tantas y tantas páginas de cómic. Esa que hablaba del poder y la responsabilidad.


Yo era un niño con aparato y sin visión de rayos, lo último a lo que me quería enfrentar era a aquella idea difusa que teñía de gris la vida de tantos hombres. Un monstruo sin cara, sin armas, un fantasma al que ninguno de mis héroes podía vencer.


Supongo que me dio por pensar. “Qué puedo hacer yo que ni levanto locomotoras, ni paro balas con el pecho; yo, que ni siquiera me llevo al final a la chica... ¿Cómo cojones me enfrento a la todopoderosa responsabilidad?”


Y entonces me dí cuenta de que la solución más fácil era obviar la otra parte de la ecuación. Renuncié a tener un gran poder, me alejé de las luces extrañas, de halos de magia, de las arañas radiactivas e incluso de la comida china.


No volví a ponerme jamás una capa, o un antifaz y viví tranquilo, sintiéndome normal. Un personaje de relleno, de esos que se asombra entre la multitud y señala, incrédulo, al héroe, que gentil se deja fotografiar.


Pero no coló.


Alguien se debió de ir de la lengua, debió contar por ahí que soñaba con cambiar el mundo, o con hacerte mía; puede que gritase demasiado alto alguna consigna demasiado heroica, o que confesase borracho algún pecado demasiado vil.


Sea como fuere, una mañana estaba ahí. Vestida de gala, con su sonrisa blanca y cínica, su capa azul hondeando al viento. La puta Responsabilidad, erguida sobre el cadáver caliente de todos y cada uno de mis errores.


Y yo maldecía.


Me cagué en todos los héroes, en sus principios y en sus máscaras. En sus mentiras. En sus quejas sin sentido.


Porque que quieres que te diga, cuando puedes con el mundo entero a tus espaldas, el mundo entero no es una carga. ¿Pero qué puedo levantar yo?


Yo, que lo más parecido que tengo a un disfraz es mi pijama. Yo, que nunca sabré lo que es salir a patrullar por Manhattan.


Pues a mí también me empezaron a asaltar villanos, algunos disfrazados de duda, otros de falsa oportunidad, villanos que me oprimían o que pretendían alejarme de mis metas.


Encaré a algunos, huí de muchos.


Y aprendí que el único motivo por el que vale la pena enfrentarse a algo es por uno mismo, que no es una cuestión de poder, si no de integridad.


Aprendí que los héroes son una panda de cabrones, que se quejan y balbucean, temen lo que todos tememos, y dudan hasta el último instante para luego, además, llevarse un aplauso.


El mundo aplaude a sus héroes porque apuntar con las palmas al cielo es fácil.


Pero para mí, no hay aplausos, nadie me dirige una loa porque aplaudir hacia abajo es, además de incómodo, muy poco elegante.




P.S: La foto es de un tío muy interesante, se llama Reuben Cox y es americano, tiene en su página retratos muy curiosos de grandes artistas. Vivos y muertos, auténticos héroes al más puro estilo David Bowie.


sábado, 3 de septiembre de 2011

Fábulas y demócratas.




El mundo ruge con furia, va en manada a los estadios, a las plazas, a los balcones de sus casas y desde ahí grita.


Ruge, está cansado de que nada nuevo ocurra bajo el cielo y por eso lo pretende quebrar, que caigan los aviones y las estrellas; hartos de esperar una ascensión que no llega intentan cambiar las tornas. Reequilibrar la balanza.


Que los poderosos caigan de sus tronos de mármol, choquen con la grava caliente, se raspen las rodillas y lloren, como los niños que nunca dejaron de ser.


Pero resulta que el grito no funciona, que los dioses de este mundo no escuchan más que un barullo de jadeos y quejas y desde sus altares se limitan a exhalar un suspiro.


¿Cual es el poder del pueblo? ¿Existe un pueblo? ¿Un poder?


Son palabras que alguien dibujó en un libro viejo. Palabras tenebrosas, cargadas de ecos mortuorios, afiladas, como sólo pueden estarlo las mentiras.


Pero hay quien las cree. Quien cree en promesas rotas, y por esa grita, quieren lo que es suyo, lo que nunca le has pertenecido pero han ganada con el sudor de su frente. Y lanzan desde el suelo las más bellas palabras, palabras que rebotan chocan y se ven catapultadas contra las más altas torres.


Palabras como justicia, libertad, verdad, derecho, fin, sueño, solidaridad, utopía, lucha, valor, esfuerzo.


Y los dioses ríen. Miran al rebaño y no ven más que eso. Ovejas que se retuercen, algo les pica y no aciertan a rascarse.


Lo que no saben los dioses es que las palabras no están vacías, lo que han olvidado los dioses es que en realidad, como sus pobres ovejas, no son más que hombres, a los que la pólvora, o la verdad, o el olvido pueden dar muerte.


Lo que definitivamente no recuerdan, es que a veces surgen hombres sabios, hombres que ven la brecha en sus torres, hombres tal vez demasiado cobardes como cargar, pero tal vez, sólo tal vez, lo suficientemente íntegros como para señalar el camino.


Hombres a los que el traje de oveja les va pequeño. Hombres, que en definitiva, deben disfrazarse de pastor.



-. Ya perdonaran los lectores asiduos el frecuento uso de la imaginería católica, pero desde el blog creemos que la mejor forma de rendir culto a esa maravillosa tradición judeo-cristiana es precisamente convertir ese simbolismo (que tan asumido tenemos) en un arma contestataria. A fin de cuentas el mensaje de Cristo, como el todo hombre de pelo largo que se precie, es un mensaje que apesta a revolución.

Coronando la entrada, un mirlo o puede que un gorrión a contraluz.