domingo, 9 de mayo de 2010

El sudor del suicida.


Corrían cojeando, cojeaban mejor dicho, a resguardarse los mendigos cojos, gorjeaban las pocas palomas que quedaban, y la lluvia, tenue, se ceñía como un vestido vaporoso sobre la nada que quedaba tendida entre edificio y edificio.

Un cuarteto de cuerda, obstinado, pretendía emular la hazaña de los violines del Titanic, silenciando el tac-tac de las gotas con acordes resbaladizos que pretendían sonar a Vivaldi.

No lo conseguían y mientras las gotas suicidas se descolgaban de los techos del infinito, para abrirse la cabeza contra nuestras mundanas aceras yo intentaba contabilizar las bajas que las pobres gotas estaban sufriendo.
Sobre las rejas esquineras se vertía su sangre. Encharcándose el centro de las calles.

Las ancianas se protegían la permanente, las bolsas del Eroski escudaban los pelos de las viejas de los cuerpos de los kamikazes. Los niños les pisoteaban, saltaban eufóricos sobre los cadáveres húmedos que resbalaban por el piso.

Una bici dio con el manillar en el suelo.

Las gotas, reagrupadas, ennegrecían el cielo y lastimosas se lanzaban con fuerza en una última oleada, aun mas desesperada, con las fuerzas que les regalaba el deseo de cambio, sus ganas de revolución, su certeza absoluta de que en las calles cercanas al rio estaba el siguiente paso en su vida, el camino más directo hacia el mar pasaba por romperse la crisma.

O eso me explicaron las pobres que chocaron con mi frente y que poco a poco desaparecieron, algunas cayeron en la comisura de los labios a otras se las llevo la palma de mi mano.

Los charcos susurraban, parafraseando a Wilde, que en aquellas tardes de tormenta su vida fluía rápida y descarnada para después estancarse durante meses.

“¿Vale la pena el salto? ¿De que te sirve si acabas al pie de un badén esperando que el sol te evaporice?” Pregunte a la pila de suicidas abatidos más cercana, sonriendo, regodeándome en la determinación de esas aguas bravas.

El charco se limitó a reflejar mi propia sonrisa.

Vivo esperando una tarde de tormenta en la que vea clara la equis, el punto al que lanzarme, como buitre hambriento a pila de carroña.

Mientras me conformo con observar las estúpidas heroicidades y las astutas canalladas de un montón de suicidas sudorosos, de manos resbaladizas, que tienen bien claro el objetivo de su salto HALO.





-.Cabría señalar que la foto es de Don Alvaro Coomonte Túnez,gran joven, genial delegado y como queda claro solvente fotógrafo.