domingo, 18 de abril de 2010

"La derrota de la página en blanco"

Recuerdo la primera carta que me llego, era grande, rectangular, encuadernada entre dos tapas duras y verdes, con grandes letras negras en su portada. “TEO, Va al zoo.” Remitía aquel sobre, que una mañana de mi infancia apareció en mi escritorio (por aquel entonces mesa de juegos), siempre me acordare de aquella sensación de no saber con lo que había topado. En una esquinita estaba mi nombre adherido con una pegatina.

Y lo leí, atento, descubriendo que había vidas escondidas por doquier, voces de tinta que nos llamaban a la aventura. Acepte la llamada de aquel chico y le acompañe en sus viajes, primero al zoo, después a la escuela, al médico… Era un chiquillo, curioso como todos somos con cuatro años y esos regalos que de vez en cuando mi padre dejaba encima de mi mesita, mi cama o en el sofá del salón me parecían el invento más maravilloso del mundo.

Pronto el bueno de Teo me dejo de invitar a sus excursiones, o puede que a mí me dejase de interesar ir una y otra vez al circo, o al médico. Pero a mi escritorio siguieron llegando cartas, esta vez voces más serias, más maduras que reclamaban mi presencia en lugares lejanos con los que yo fantaseaba todas las tardes, playmobil en mano.

Y así fue como me embarque en una galera a Armorica y luché codo a codo con los irreductibles galos, hice frente al invasor romano y me recosté al fuego de una hoguera a disfrutar de un buen jabalí. De mano de aquellas cartas, que a veces tenían como sello una pegatina naranja de “125 ptas.”, visité el salvaje oeste dando caza una y otra vez a los hermanos Dalton, me perdí en las calles de una esperpéntica España, combatiendo el crimen a las órdenes del Superintendente Vicente y busque el tesoro Rackham el Rojo, en compañía del buen capitán Haddock.
Supongo que a los heroinómanos les pasa parecido, empiezan con el consumo puntual de drogas blandas y cuando quieren darse cuenta necesitan tres chutes diarios de jaco para funcionar. Eso me pasó a mí.

Acabé con todas las aventuras que los antes citados me ofrecieron, entonces mi ya escritorio se vio vacio, pero mi padre previsor como pocos empezó a filtrar correspondencia, elegida con bueno ojo, pasada por una criba maestra. Me llegaron cartas nuevas, de sobres más feos, sin el ribete colorido que Goscinny y Uderzo plantaban a sus epístolas galas. Siempre recordaré aquel sobre ajado, de tinta verde que a tantos críos nos llego, con arañazos de lechuza, una invitación a recibir una educación alternativa, grandes cosas viví en Hogwarts, donde volví en al menos otra seis ocasiones, también invitado por esos entes rectangulares y extraños que me apelaban y casi obligaban a plantarme donde fuese dispuesto a disfrutar como un jabato varita/espada/tenedor/prismático/cámara/pistola en ristre.

Hoy he recordado a todas las aventuras a las que me han invitado, puntuales desconocidos.

Yo he buscado la Ciudad de las Bestias. Yo crucé el portal a Idhún de mano de hadas, dragones y unicornios. Yo me encontré a un aviador, que hablaba de zorros y rosas en mitad del Sahara. Yo leí con Bastian las aventuras de Atreyu en el reino de Fantasía. Derroqué con Momo a los hombres de gris. Yo marché de Hobbiton, con Bilbo, obligado por un mago de sombrero gris, y vagué por esas tierras, cabalgando con eorlingas, pasando orcos a cuchillo, viendo como montaraces se convertían en reyes y pequeños hobbits forjaban la historia del mundo. Navegué en una nao desde Mompracem por toda Malasia, solo para contemplar el brillo de una perla que se escondía en Labuán. Sin pisar tierra me embarque en el Pequod, y cacé ballenas a las ordenes de un masturbador autodestructivo de nombre Ahab. Y me debió de gustar el aroma de las olas del mar, porque navegue desde Bristol con Jim Hawkins a la busca y captura del tesoro del Capitán Flint, y de la mano de Arturo y Benito sufrí los vientos cargados de pólvora y salitre cerca del cabo de Trafalgar. Escuché como las proezas de estos hombres de mar eran cantadas en la quilla de un barco cercano a Estambul, y me gustaron estas canciones, tanto fue así que me perdí en los cantos de veredas perdidas y curvas del Duero de Don Machado, pasé noches y noches contemplando la luna a la que Federico cantaba, y bajo la cual gitanas y caballos negros se encorajinaban y miraban altivos a los guardias civiles. Valientes asesinos, que decidieron segar la vida a Paco el del Molino. No me quedé a escuchar su réquiem, pero oí muchos otros. Escuché atento como durante cinco horas se velaba a Mario, desmigando la química del amor. Esa misma química que tantas veces presencie en acción. Estuve ahí cuando la ciencia convertía al buen Doctor Jekyll en Mr. Hyde, asistí a los actos de Iping, donde el brillante Griffin, perdió su brillo, forma y color para convertirse en el inmortal hombre invisible. La ciencia me sirvió también de corcel, de maquina con la que viajar a ese futuro caótico que nos espera, donde los morlocs mantenían a raya a los pequeños y estúpidos eloi. He visto muchos de esos mundos caóticos y perdidos, yo quise alzarme contra el Gran Hermano y acabé por dar con mis huesos en la habitación 101. En una Inglaterra distinta, que a la vez era la misma, vi triunfar sin embargo muchas veces la razón, de manos de un sabueso, adicto a la coca y con manos de violinista que vivía en el 221 de Baker Street. Gentes de su ralea conocí a un buen montón, de entre los que siempre recordare a Hércules Poirot. Investigador de más alta alcurnia que el pobre Robert Langdon, que con su chaqueta de tweed y su reloj de Mickey Mouse acrecentaba esa imagen de que todo lo que le tocaba resolver lo acabaría resolviendo a rastras, sin elegancia. Esa elegancia decimonónica que tanto deseaba poder exhibir Enma Bovary, francesa de lógica inentendible. Como suelen serlo todos los gabachos con los que me he topado, desde ese megalómano que presidia la batalla de Borodino (en la que mis compatriotas se dejaban los bemoles entre el barro y la metralla para avanzar directos a la deserción) hasta aquel miserable de Jean Valjean, que no sabía si no complicarse tontamente la existencia. Mención aparte merece Edmundo Dantes, un pobre diablo al que jodieron a base de bien, y con el que compartí presidio durante todos esos largos años en el castillo de If, el cabrón se supo rehacer y con todo lo que aprendió del viejo Faria armó la de Cristo sin monte, al final encontró el amor y fue feliz. De amor también aprendí en estos viajes, aquellos muchachos que se lo juraron en un balcón de un palacio veronés tuvieron la suerte de ver su peor cara, pero en los cantos, que Neruda me susurraba en noches estrelladas llegué a atisbar lo maravilloso del invento. No era tanta tontería dejarse el pellejo en contar las venturas de una dama, aunque al desgraciado de Alonso le cayesen hostias por doquier… (Di que con la vacía de barbero en la cabeza alguna hostieja era ineludible). Tal vez lo más duro del amor lo aprendí en Macondo, viendo a la pobre estirpe de los Buendía padecer lo efímero de este. A todos los vi morir solos, libres tal vez… a fin de cuentas la vida es saber arrastrar con garbo esa soledad por todas las aventuras que vivimos, dejando que se intercale con las vidas de otros, sin que se enrede por supuesto. Sufrió en exceso de esto el pobre Robinson. Esto mismo que nos explicó el bueno de Max Demian, o nos intento explicar con metáforas cainitas. Cainitas como los pobres hermanos Mario Vicente, Vicente Mario. Su pobre padre se había ahogado en los hechos del pasado, un pasado en el que por la calles de esa misma ciudad paseé con un poeta ciego que buscaba realzar su fama de escritor bohemio del brazo de un hijoputa con trazas de perro lazarillo.

Son muchas vidas las que he vivido, muchas batallas contra la página en blanco a las que me invitaron, en las que vencimos. Victorias del arte, victorias de la imaginación, victorias olvidadas, victorias de olor a tinta y polvo.

Guerras contra el vació de los folios impolutos, de los archivos de Word recién abiertos.

Cruzada, guerra santa, que a día de hoy me toca a mí armar. Ojala algún día os llegue completa mi carta, llamándoos una vez más a armas.

2 comentarios:

  1. Ja, ja, yo me inicié en la lecutra de un modo muy parecido. Más que los libros de la escuela, recuerdo los libros de casa. Sobre todo, esos jabalís asados y de la mano (o el vaso) del capitán Haddock.
    Se subestimas esas historias que abrieron el cerrojo a todo lo demás.
    Un saludo.

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  2. Esa jodida Guerra Santa se me está presentando con codeblocks ahora mismo... xD

    La infancia/adolescencia mía fue muy similar, exceptuando a Teo y a Haddok. Ni de crío soportaba a Teo... pero por ahí anda el único ejemplar que tengo (y que haya conocido) de Pipo, diciéndome con dibujos como desayuna, o como se compraba unas deportivas el rubito de los dibujos (no recuerdo muy bien los nombres típicos, y menos con cuatro o cinco años... xD)

    Me ha gustado mucho, espero alcanzarte, a los 14 años me metí por otros mundos sucios y nada dignos.

    Besitos in da Pimpajo.

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