martes, 8 de febrero de 2011

"Toca una canción para mí."




Cuentan que se había pasado la vida huyendo, nunca nadie supo de que o de quien, tal vez de si mismo; cuando le conocí ya peinaba canas, el tiempo le había suavizado la barba y la expresión, y el fuego de sus ojos se había convertido en chispa de mechero. Pero él seguía huyendo.


Corría de aquí a allá y se lo tomaba con filosofía, regalaba sonrisas socarronas a la gente que se le cruzaba, con las manos en los bolsillos silbaba un intento de versión de Light my fire y clavaba la vista muy arriba, como intentando reflotarse de algún pozo profundo.


Las farolas iban regalándole sombras a su paso, pero él no tardaba en dejarlas atrás con ese trote frenético de corredor de fondo jubilado, de maniaco necesitado de acción, de perdedor en busca de una oportunidad. Tenía un aire bíblico, una voz profunda de esas que hace ecos en tus adentros; hablaba poco y no le hacia falta más, esa mirada suya convertía en buen entendedor a cualquiera.


Cruzaba la ciudad con ese taconeo nervioso de botín gastado, taladrando las baldosas de las aceras, de vez en cuando se giraba y miraba hacía atrás, con miedo, como si viera un árbol recién talado cayendo hacia él o como si los edificios se convirtiesen en olas a punto de romper.


Le vi de lejos, con ese traje viejo que hubiera sido elegante de ser algo más grande o de haber ceñido un cuerpo más pequeño. Recuerdo que pensé que no me miraba a mí, parecía abarcarlo todo con sus ojos grises, o a lo mejor yo parecía muy poca cosa reflejado en ellos. Sea como fuere cuando me agarró del hombro y tiró de mí calle abajo el corazón me dio un vuelco.


Resoplaba, los años, o las penurias, o la roña de los bolsillos le pesaba, aprovechaba su giro de cuello espasmódico para mirarme a los ojos y decirme con una caída nerviosa de párpados que todo estaba bien.


Y yo le creía, no me preguntes por qué; no sabía que decirle, como negarme a seguirle. Aquel tipo, aquel amigo desconocido de la infancia me resultaba convincente, así que me limitaba a asentir cada vez que se giraba a comprobar que el mundo aun no se había desmoronado.


Miraba a los ojos a todos y cada uno de los peatones que se cruzaba y parecía ver algo en sus pupilas, un motivo, un fin, un deseo sucio; ellos le apartaban la mirada y el se sonreía, se pasaba la lengua por los labios y retomaba con ímpetu el órgano frenético de Light my fire.


La calle se nos hacia corta, las caras de la gente se me hacían conocidas, como las tiendas y los sonidos de sirena, bocina, grito y frenazo que mecían mis oídos. Aquel hombre parecía estar escuchando otra melodía en su cabeza, ahora con las años y la experiencia me creo capaz de afirmar que lo que le taladraba el tímpano a mi colega aquella noche de invierno era ni más ni menos que los ecos de Hush, de los Deep Purple; aunque puede que me equivoque, que simplemente fuese un “no” lanzado con amargura y que empecinado se resistía a salírsele de la oreja.


A saber.


Lo importante no es eso, lo importante es que cruzamos la ciudad, arrastrándonos sobre ese mar de luces inmutables de farola y de focos danzarines de coche, andamos y andamos hasta llegar a ninguna parte. Entonces él se paró, su pie redoblaba, como poco acostumbrado a esa calma chica, a esa situación tensa de “¿Qué nos has llevado a aquí?”.



Él no me dijo su nombre, yo no sé lo pregunté; se hurgó durante unos instantes los bolsillos y al rato extendió una de sus manos, parecía hecha en cuero, un cuero viejo, mojado y secado mil veces al sol, me tendió un paquete de cerillas y una armónica oxidada, “para que no te quedes a oscuras, ni pierdas el ritmo” me explicó con una sonrisa desahogada.


Yo me lo quede mirando y él con reverencia se quito el sombrero, aquel sombrero negro, desgastado y manchado de días fríos y noches de alcohol. Lo dejó caer hacia mi cabeza y yo ahí plantado, me deje hacer, como recibiendo un bautismo de 80% polyester y 20% algodón.


Me dio la espalda y yo le llamé con un “¿A dónde vas?”, “A algún bar” me respondió, antes de añadir “Ahora la llevas tú.”. Se perdió calle arriba. Yo le observaba alejarse en silencio, intentando entender lo que acababa de pasar. Un escalofrío me siseó en la nuca, me subí las solapas y eché a andar buscando una explicación. Silbaba Light my fire y el viento cruzaba embravado la vieja Desolation Row.



-.Pues eso, foto de Sergio Formoso, http://www.flickr.com/photos/sergiopixel/ ; el texto pretende ser un recordatorio explícito de que escribo lo que (y como) me da la gana, cuando me apetece y porque quiero. Libertad de redacción, libertad de expresión, inútil libertad. Feliz 8 de febrero a todo el mundo.






5 comentarios:

  1. Feliz 8 de febrero para ti tambien
    ;-)

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  2. Muy buena historia.
    Disfruto con tus exactitudes cuando describes.
    Un sombrero maldito, ¿qué significa? El tiempo, una maldición... Ahora lo llevas tú. ¡No me lo pases!
    Saludos.

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  3. http://www.youtube.com/watch?v=58ceB8U9N3w


    Yo siempre he sido mas de Soul Kitchen...

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  4. Es estupendo tu relato y me encanta que sigas escribiendo lo que quieres porque así, lo leemos. He podido ver a ese hombre "del botín desgastado" ciudad abajo. Excelente texto amigo.

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  5. Ojalá vaya bien el día 9 también, y el 10 y el 11 Olivier ;)

    Me alegra Igor que veas exactitud en un texto tan confuso, un saludo.

    Adriana yo siempre he sido más de "Touch me" pero puesto a silbar algo de Jim Morrison lo que encuentro más silbable es Light my fire.

    Muchas gracias Marcos, un saludo.

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