lunes, 25 de octubre de 2010

"La vuelta al día en ochenta mundos"






Qué la matemática está equivocada, qué lo sepas, qué nada y nada hacen un poquito, qué los números primos son primos hasta que se enamoran, qué si tus labios fuesen asíntotas no habría función que no se lanzase de cabeza a cruzar la vertical, la horizontal y la oblicua.

Pero qué más da todo esto y aquello y lo de más allá, debía de pensar aquel gris conductor, que devoraba carretera como si pretendiera alcanzar al sol, que barriendo para dentro se metía en su portal.

La sombra del autobús se alargaba sobre la grava caliente, las lagartijas se divertían apostando, algunas decían que lograría dejar al pasado atrás, deshacerse de esa carga persistente que pisaba los talones a pasajeros y conductor.

Las más viejas se reían acariciándose el muñón de la cola, que el pasado no perdona.

El bus se zarandeaba, la gente dentro miraba a la nada de aquel desierto, al pellejo desinflado de lo que había sido un oasis, una vida de ayer.

Como la que quedaba a sus espaldas, al otro lado de la arena de Sonora.

La arena echaba a volar creyéndose aguilucho, o promesa furtiva, o mente vacía.

Y el sol mientras giraba sobre sus talones, saludando con su frente sudada los tranvías de Tokio, los hombres grises se frotaban las manos y encendían el primer pitillo del día.

En los vagones se agolpaban cascaras vacías, y Momo ya casada y haciendo el desayuno de sus cuatro hijos no se atrevía a decir nada.

Desde la ventana de aquel vagón de la línea cuatro la gente dejaba escapar sus almas entre bostezo y bostezo, cansadas las pobres de tanta rutina se escabullían por las rendijas de ventilación y nunca más volvían la vista atrás.

En la cabina otro conductor iba de cabeza al sol, como un Ícaro con ganas de zambullirse en el mar, la gorra le ensombrecía la mirada, una mirada que no entendía de renglones torcidos, ni de amor, ni de perdón, una mirada que ante la duda del porqué se limitaba a seguir los raíles de esas calles estériles.

Un gallo maullaba, en la orilla de un río a miles de kilómetros de allí, el sol se retrasaba y no sabía qué hacer, despertó a un pobre barquero, que poniéndose sus calzas salió de la chabola.

Era un hombre humilde, un pobre que se dedicaba a ayudar a las gentes a cruzar aquel riachuelo, por la voluntad. En su rostro el tiempo se había detenido, no había ninguna prisa en su andar, se sentó en su chalupa con los pies rozándole el agua y se puso a buscar palabras en silencio, algo con lo que decir adiós, o hasta luego, o alguna frase con la que hacer que una mujer se sintiera querida.

Y no encontró nada, en aquel manglar estaban él, su reflejo y un triste gallo que no sabía ni como tenía que cantar.

Era de noche cerrada y los niños corrían a sus colchones de paja y cartón; los morteros dejaban de escupir esas puyas de pólvora y metralla, y en torno a la luz de una bombilla cagada por mil moscas se urdía un delito de contrabando y amor.

Que los túneles eran peligrosos y se podían derrumbar, le decían agarrándole del hombro, a él le daba igual. Miraba a aquellos críos, que clavaban sus ojos con miedo desde sus improvisadas camas en el techo de aquella habitación desvencijada, a la que llamaban hogar.

En su espalda notaba a un anhelo empujarle, en sus oídos doblaban por él los ecos de las bombas. Echó la rodilla en el suelo y se metió en el túnel. Goteaba arena seca y fría, a gatas siguió adelante, en busca del otro lado de aquel túnel, de la otra cara de la frontera; en busca a fin de cuentas de un nuevo día y de un nuevo sol.

Un sol que en aquel bar del centro de la ciudad tenían olvidado, las luces de colores chocaban y volvían a chocar cogiendo velocidad; los jóvenes se movían, al ritmo del aviso de bomba que escupían los altavoces.

Un muchacho salía airado del baño, con los ojos rojos de humo y dolor, el puño cerrado de rabia y la mente encharcada en malos pensamientos. Cruzó el bar de dos zancadas y salió a la calle donde el frio le hizo volver a sentirse persona.

Caminó, buscando su casa, miró al reloj, pensó en esperar al día sentando en el portal, la calle estaba helada y él se hubiera congelado con ella, quieto y sin enterarse de nada hubiera esperado a la primavera, a un sol que calentase más, a un tiempo menos duro.

Pero no era una opción, se dijo, mientras giraba el picaporte de su piso y buscaba a tientas la cama.

Mucho más al sur mi vecino fumaba, fuma un cigarro y después otro, como eludiendo a la realidad, a los horarios y a lo que le espera al otro lado del alfeizar de su ventana.

Mientras, observa a la luna con los ojos entornados. Ella mete tripa y se pone de
puntillas ,pizpereta como es se da la vuelta y mira a sus espaldas, ni rastro del sol.

Hace una mueca y sigue caminando, enfadada, de que el muy cabrón no aparezca.

Le insisto y le digo que se espere, que observe a la gente que vuelve sola a casa o que cuente estrellas; pero ella pasando de todo clava su vista al otro lado del mar, donde un autobús sin frenos atraviesa bajo un manto de estrellas el desierto de Sonora.



-.La foto una vez más de el maestro Goya. He estado dudando de si colgar esto o una crítica que he escrito sobre un libro de Carlos Castán (Museo de la soledad). http://www.flickr.com/photos/tonigoya

4 comentarios:

  1. Derrochas imaginación a raudales en este relato, Yela. Me ha gustado mucho y debo decir que el título ya, por sí mismo, atrapa al lector.

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  2. El título es un préstamo Marcos, cosa del señor Cortázar, pero dice que me lo deja. Me alegra de que te guste.

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  3. Uuuu. No sé muy bien qué decir, salvo que he disfrutado, descolocado por tus palabras, de este texto. ¿Dylan Thomas? ¿Es el formato? No acierto.
    Sí que es como dar la vuelta al mundo, de un lado a otro, de una persona a otra, de una situación saltas sin pértiga a otra. Como un rusieñor que vuela por la avenida y los campos y puede verlo todo.
    Me ha parecido detectar mitos, poesía, ¡que sé yo! Dale a las teclas, Yela, dale.

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  4. Muchas gracias Igor, eso hacemos, hundir tecla tras tecla a ver con que nos encontramos al final.

    Hay Dylan Thomas, hay mitos y hay poesía e incluso el ruiseñor ese que mentas revolotea por mi cabeza.

    Un saludo.

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