lunes, 1 de marzo de 2010

Estatuas de sal bañadas en un whisky sin hielo

Llego el amor y luego todo se convirtió en una sucesión de hechos concretos o de nombres propios o de verbos o de capítulos de un manual de anatomía deshojado como una flor, interrelacionados caóticamente entre sí.

Llego el amor, y no vino solo, le acompañaron risas obstinadas, miradas recalcitrantes y tristes noches en vela en las que pretendíamos ver como una mirada podía prender a la luna y mantenerla colgada de su incorpóreo alfiler por hora sin fin.

Llego el amor, ¿Y para que vino? Para soliviantar los altillos de mis desvanes, para airear lo profundo de mis baúles, para que nos volviéramos a perder entre las telarañas del sótano, esas mismas que tan a menudo se niegan a arder.

Llego el amor. Atildado el muy cabrón. Solo como los ilusos y los galanes se atreven a aparecer, a lomos de un caballo negro de cascos rotos por culpa de la grava de los caminos que no deberíamos nunca tomar.

Y de repente se fue el amor, y lo que parecía unido por el caos, se reveló como estúpida lógica matemática, los sinsentidos se tornaron sinsabores. Los cuentos en falacias, los sueños en gilipolleces.

Se fue el amor, se fueron los vientos, me quede sin aire, y volvió la incongruencia del mí, para mí, por mí.

Y poco a poco volvieron a crecer pétalos, gota a gota volvió a fluir el rio, muerte a muerte volvió la historia a discurrir, verso a verso decidió el arte existir.

Y seguían muriendo sueños, de personas normales, de algún que otro valiente, de contramaestres de navíos hundidos, de remeros de galeras secuestradas.

Aun quedan piratas.

Llego el amor, olía a jumar mal llevado, no le llamamos pero se hizo nuestro, y un día dijo estar cansado.

Se hizo azor y echo a volar.

Se fue el amor, llevándose el olor a primavera, dejándonos con la nariz caliente rezumante de aroma a estío.

Se fue el amor, y nada logro cambiar, sigue habiendo pelusas en mi alcoba, pájaros en tu cabeza y el sabor a bareto cutre aun no se ha movido de mi garganta.

PD: Flaubert y Rimbaud jugaban, cuando sus apretadas agendas se lo permitían a olerse los pedos el uno al otro, y normalmente Rimbaud, que era de fácil bostezo, salía bastante escaldado.

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