miércoles, 3 de marzo de 2010

Tren de madrugada

(Nivola que el insomnio me hace empezar)

Capítulo I

Serian las cuatro tempranas, pero el aun no había conseguido conciliar el sueño, el sudor recorría su frente, helaba sus manos y le ceñía la ropa el cuerpo.

¿Por qué este repentino insomnio? Como si no lo supiera… era perfectamente consciente del porque, pero aun así, bien prefería dar vueltas en casa con su pijama de franela azul a aceptarlo.

Una vida desaprovechada siempre es algo difícil de aceptar.

Se planto, con esa gallardía que los años confieren frente al espejo, unas ojeras negro azabache cercaban sus ojos verdes, coronados por unas tupidas cejas blancas que danzarinas se enredaban con los pelos del cano flequillo, despeinado.

Su gesto, era de niño angustiado.

Tantos años de oficio para esto…

El anciano se sentó en una parcela vacía del suelo, oasis de calma en ese desesperante desierto de caos que era su alcoba.

El sol en su pugna diaria por rajar la noche, empezó a iluminar a navajazos el suelo de la desordenada habitación.

El sabio (pues a pesar de su estado anímico, era indudablemente hombre de luces) se incorporo, rondaría los setenta años, no especialmente alto para ser un hombre bajito y no especialmente delgado para ser una persona tan consumida.

De dos zancadas decididas cruzo la habitación y se planto en su escritorio, tomo entre sus huesudas manos una vez más aquella carta… esa correspondencia maldita, que había despejado el dulce sopor de sus noches y sin preguntarle (ni siquiera un triste que-tal de cortesía) había arramblado con su vida.

De entre todos los papeles, que el sobre contenía, centro su atención en el más escrito, abarrotado de palabras, lo elevo cuidadoso, como si cada uno de los vocablos que contenía rezumase el veneno más duro.

Como guinda de cianuro y cicuta, las frases que introducían la carta (de gran corrección prosaica, ortográfica y política) llevaban tatuadas a su vera el sello de la rectoría de la universidad.

Hacía más de medio siglo que las paredes gris-granito salpimentadas por algún cartel de protesta que los jóvenes del momento (ancianos del mañana, padres de otros jóvenes que harían como ellos) pegaban como muestra de su disconformidad profunda con la mierda del mundo.

Cincuenta y dos años perdido entre esos augustos pasillos, tantas risas, llantos, frustraciones y sorbidas de mocos… ¿Para acabar así?

Releyó por enésimo primera vez la carta:

“Querido Doctor Estella

La universidad le agradece una vez mas todo el esfuerzo prestado (..)”

El viejo profesor empezó a saltarse párrafos, no le apetecían 10 minutos de entretenida lectura de cinismo universitario, ojeando llego a la frase que más le enervaba:

“(…) es por eso, por lo que creemos inviable que alguien en su delicado estado de salud continúe con un proyecto de tamaña envergadura y dificultad. Sentimos además decirle que al no contar la iniciativa con ningún otro voluntario que se anime a encabezarla la universidad ha decidido rescindir los fondos destinados a dicho proyecto.

Atentamente

Enrique Azofra

Facultad de Filosofía y Letras”

El silencio ya pesaba demasiado, muchos días sin oír mas que sus propios pasos, su soliviantada respiración, sus quejidos ahogados en la educación y virilidad con la que se le había educado.

Estaba ya harto.

-.Mi vida entera dedicada a eso, tirada, tantos años… ¡Es mi vida!-. El anciano rompió a llorar.

En la soledad cobijante que le ofrecían sus lágrimas, vio el mundo desde otro prisma. Hacia veinticinco años que no lloraba, ese mundo difuso y mareante, en el que todo está distorsionado, no le era familiar. Y aun así, pese al miedo a lo desconocido, lo disfruto, se vio encantado por el baile de endorfinas, por la rabia ciega que le acompañaba, le sublevo la sensación de reencontrada humanidad perdida, de dolorosa humanidad, difícil de aceptar, e imposible de rehuir.

Acabo sentado, sobre la moqueta (tierra de ácaros), saldando la apremiante deuda de oxigeno que ahora le asaltaba.

Perdió su mirada entre el gotéele de la pared, tal vez durante horas... ¿Y que mas daba?¿De qué le servía ahora el tiempo?¿Para qué valían todos los pequeños instantes que había decidido ahorrar, previsor?.

Toda su vida, subyugado a esos diminutos látigos, envidia del mejor de los negreros, que golpe a golpe, con ese cadencioso tictac, marcaban el ritmo de la vida de todos sus pobres esclavos.

Otro ataque de ira.

Afuera, soplaban los vientos mañaneros de mayo, esos que cual bostezo de la primavera despiertan a los pequeños gorriones, que salen a revolotear por las ramas nacientes.

Volcó el escritorio, hizo trizas un jarrón (bastante feo) y se desabrocho el reloj.

El reloj cayó.

Se precipito contra el suelo.

Choco contra el suelo.

Un pie descalzo lo aplasto contra el suelo.

El tiempo había muerto, y paradójicamente no se merecía a ojos del anciano un minuto de silencio.

Como única oda a cuarenta años de servicio, el reloj recibió una sincera mirada de odio como epitafio.

El viejo profesor se palpo el pecho. Su corazón estaba enfermo, eso lo llevaba años sabiendo, lo había dejado morir, infra-alimentándolo dándole de comer pasiones podridas y labios mustios que sus hambrientos ventrículos no llegaban nunca a saborear.

En esos momentos, con el alma rota y el pie sangrante asalto su mente el momento en el que decidió que una mente rica y un corazón famélico le iban a ser rentables.

Durante diez lustros se había llegado a convencer de ello, cincuenta años del mejor y mas convincente de los autoengaños que tocaban retirada.

Bendita desolación que le asaltaba.

Hay personas que se pasan la vida en tren, de algunos les echan, de otros se caen, hay veces que el tren llega al final de línea y hay que volver a perderse por los andenes, otras veces, esos aventures del raíl, deciden pasar de vagón a vagón, de talgo a talgo en marcha.

El docto anciano vivía en una dársena maldita, bella eso si, decorada con las flores mas bonitas que pueda dar el saber. Hace muchos años cuando el anciano aun no era anciano, una muchacha de esas que dicen con la mirada “A mi es a quien esperabas” le tendió la mano y le ofreció marchar.

Pero el viejo joven rechazo la mano de la chica, le había podido el miedo que la sombra humeante del tren le inspiraba, y se había quedado estancado en aquella estación. Había conocido a miles de viajeros, pero no eran como el, no eran habitantes, eran huéspedes, y todos ellos antes o después, encorajinados habían tomado algún tren.

La estación, había comenzado a no ser rentable, y ahora el cartel de cerrado por derribo, parecía inamovible. Ya no pasaban trenes a los que subirse, era el ultimo pasajero de un tren inexistente a ninguna parte. Como para no regocijarse en su suerte.

La otrohora brillante cúpula de la estación empezaba a caer, los primeros cascotes golpeaban ya el suelo, parecía ineludible el verse sepultado por los escombros.

-. A toro pasado, de nada sirve lamentarse-. Le recordó una voz dulce y melosa.


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